Casas completamente destruidas, sin puertas, con sus muros caídos y cascotes por todos los rincones. Impactos de los proyectiles, incluso uno sin explotar. Sin duda, la muestra más clara de la crudeza de la batalla. Texto y fotografías: Lara García
Una puerta se abre. Dejo atrás la
típica plaza de pueblo para adentrarme en un mundo totalmente distinto, algo de
lo que mucha gente habla pero que yo jamás he visto. Comienzo a visionar el
pueblo viejo de Belchite, pero este no es un pueblo viejo cualquiera. Es el
reflejo de lo que ocurrió durante aquellos catorce días en el verano del 1937,
el retrato de una amarga batalla.
Incapaz de avanzar sin antes
observar qué se escondía tras esa puerta, me encuentro paralizada en un lugar que
hacía tiempo que quería visitar, uno de los pueblos más castigados de la Guerra
Civil española. Un escalofrío recorre mi cuerpo al recordar que, 76 años antes,
aquí mismo había tenido lugar una dura batalla que causó 6.000 bajas entre
muertos y heridos.
Entre el 24 de agosto y el 6 de
septiembre de 1937, el pueblo aragonés de Belchite quedó atrapado en una de las
ofensivas republicanas más importantes hasta el momento. La localidad de
aproximadamente 5.000 habitantes fue el escenario elegido para lograr el
objetivo principal: la conquista de Zaragoza.
Bastaron catorce calurosos días
para que la ofensiva fracasase y para que el pueblo quedara reducido a lo que hoy
vemos, un gran revoltijo de escombros. Y allí, entre los escombros, yo misma
puedo apreciar la extrema crueldad de aquella batalla. Recorriendo la calle
principal, la Calle Mayor, incluso aparecen en mi mente miles de personas
batiéndose unas a otras, a la vez que algunos cuerpos ya yacen sobre el asfalto.
Parecía tan real…
Poco o nada tiene que ver el
pórtico con el resto del pueblo viejo. La entrada consiguió mantenerse en pie y
está prácticamente intacta tras el paso del tiempo. Sin embargo, al caminar por
la calle central, donde se encontraban las viviendas más ricas del pueblo, se
observa que las fachadas de esos edificios apenas soportan el peso por el
fuerte impacto que las balas y los artefactos causaron en ellas.
Conforme avanzo por las ruinas,
un silencio sepulcral me acompaña por el camino. Es entonces cuando la guía que
me conduce rompe ese silencio para contarme algunas de las curiosidades que
ocurrieron en el pasado y otras que continúan sucediendo. Mientras me señala un
edificio, más bien lo poco que queda de
él, explica: “En esta casa vivían dos señoras, Paulina y Antonia. Justo en ese
momento de la batalla, estas dos señoras están tranquilas en su casa, pero de
repente les cae un proyectil y ambas fallecen al instante”. Algo que, por lo
que me cuenta la guía Nati, ocurría frecuentemente durante aquellos días.
La calle principal es bastante
larga y los escombros se extienden a ambos lados por buena parte de la superficie.
Casas completamente destruidas, con muros caídos, sin puertas, con cascotes
saliendo de ellas casi interponiéndose en nuestro camino. Como si semejante
atrocidad hubiese ocurrido ayer y no 76 años atrás.
Continuamos andando y me topo con
una X en el camino. Una X que “simboliza el dolor de un padre, ya que señala el
punto exacto donde una niña de 15 años muere tras recibir un disparo de un
soldado”, cuenta Nati.
En aquella época, cualquier
edifico se habilita como hospital, o incluso como cementerio. Los cadáveres se
acumulaban, se descomponían debido al calor y por esta razón se habilitó una
fosa común, un trujal, similar a un pozo de unos cuatro metros que se usa para
almacenar aceite. El trujal que vemos pertenecía a una señora y en él se
enterraron entre ochenta y noventa cuerpos.
"Los cadáveres estaban
irreconocibles y se decidió dejarlos en esta fosa. El monumento que vemos se
inaugura ya en 1970 cuando viene el entonces príncipe de España, el actual rey
Juan Carlos”, manifiesta Nati, quien añade que, unos días antes del Pilar del
año pasado, unos fascistas visitan el pueblo viejo y destrozan la placa de la fosa
a martillazos.
Una vez recorrida la calle principal y tras pasar por otras calles más estrechas, llegamos a una plaza y aparecen a lo lejos las maravillosas iglesias de San Martín y de San Agustín, además de la Torre del Reloj. Una torre de gran altura que permanece como una de las construcciones menos perjudicadas.
Al llegar a la Iglesia de San Martín, una
frase escrita en la puerta firmada por un tal NB dice “pueblo viejo de
Belchite, ya no te rondan zagales, ya no se oirán las jotas que cantaban nuestros
padres”. Al cruzar esa puerta, la impresión es mayor al apreciar los impactos
de los proyectiles por todo su interior. Además, en alguna de sus paredes, se
puede distinguir el color azul que predominaba en el pueblo viejo durante
aquella época.
A la izquierda, y desde el interior de la
Iglesia, se ve el convento de San Rafael, del cual solo queda la fachada
principal que, además, es sostenida por gruesas maderas. Me dirijo como último
lugar a la Iglesia de San Agustín, en la que se hace un agujero para entrar a
tomar el pueblo.
En el alto campanario todavía queda un
proyectil que no explotó, como si de una botella incrustada se tratase. Aunque
también se puede ver el impacto de otros proyectiles que sí estallaron. Un
edificio muy dañado, del cual solo persiste la torre y una cúpula bastante
perjudicada, con un interior devastador que nos permite conocer en mayor medida
el terrible pasado que se vivió en esta población.
El esqueleto del pueblo viejo de Belchite es, sin duda, un sobrecogedor testimonio de las consecuencias de la Guerra Civil, la mejor muestra de lo que fue aquella batalla. Sin embargo, me gustaría charlar con alguien que sufriera en primera persona semejante acontecimiento histórico. De aquellos que lucharon ya no hay supervivientes, pero sí de aquellos que vivieron la batalla. En aquel entonces eran niños que hoy en día todavía no han podido olvidar esos duros momentos.
El esqueleto del pueblo viejo de Belchite es, sin duda, un sobrecogedor testimonio de las consecuencias de la Guerra Civil, la mejor muestra de lo que fue aquella batalla. Sin embargo, me gustaría charlar con alguien que sufriera en primera persona semejante acontecimiento histórico. De aquellos que lucharon ya no hay supervivientes, pero sí de aquellos que vivieron la batalla. En aquel entonces eran niños que hoy en día todavía no han podido olvidar esos duros momentos.
Para ello, conmovida por la situación,
abandono el pueblo viejo y me acerco al pueblo nuevo de Belchite en busca de
esos ancianos. Apenas había gente por las calles, pero con suerte, y tras
preguntar a un par de personas, me encuentro con Julián, de 87 años.
“Yo tan solo tenía 11 años, pero el
sufrimiento y el dolor de esos días es difícil de olvidar y duro de recordar”,
explica Julián, quien perdió a su tío en la batalla. “Fue algo horrible. Como
mi padre decía: La sinrazón y la muerte solo conducen al dolor y a la destrucción.
Nosotros sufrimos mucho”, desvela el anciano.
Muchas son las leyendas que
cuentan que los protagonistas fallecidos todavía pasean por sus calles.
Leyendas que han aumentado debido a la gran existencia de psicofonías que se
han escuchado al dejar las grabadoras. Unas claras y otras no tan claras, pero
Belchite es uno de los lugares en los que más psicofonías se han registrado.
“Se dice que en algunas de las
psicofonías se oyen voces acompañadas de ruidos de aviones, de bombas, de
disparos o de llantos. Cuesta identificarlo, pero sí es verdad que hemos
escuchado cosas. Incluso se han roto cámaras al fotografiar las ruinas”, cuenta
un vecino del pueblo llamado David. “Muchas historias serán falsas, pero está
claro que algo hay”, añade.
No solo se habla de psicofonías, sino también
de sombras que aparecen en fotos o de campanas que vuelven a sonar tras años de
su desaparición. Curiosamente, al llegar al pueblo viejo para comenzar la
visita, una campana sonó… ¿sería el niño juguetón, que se comenta que suele
asomarse en lo más alto del campanario, quien las tocó?
Prefiero no darle más vueltas y concluir mi
paso por Belchite. Eso sí, me marcho con una escalofriante sensación tras haber
conocido de cerca los horrores de la guerra, sus consecuencias más directas y el
dolor percibido entre sus escombros.
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