domingo, 26 de enero de 2014

Belchite: El dolor entre los escombros


Casas completamente destruidas, sin puertas, con sus muros caídos y cascotes por todos los rincones. Impactos de los proyectiles, incluso uno sin explotar. Sin duda, la muestra más clara de la crudeza de la batalla. Texto y fotografías: Lara García

Una puerta se abre. Dejo atrás la típica plaza de pueblo para adentrarme en un mundo totalmente distinto, algo de lo que mucha gente habla pero que yo jamás he visto. Comienzo a visionar el pueblo viejo de Belchite, pero este no es un pueblo viejo cualquiera. Es el reflejo de lo que ocurrió durante aquellos catorce días en el verano del 1937, el retrato de una amarga batalla. 
Incapaz de avanzar sin antes observar qué se escondía tras esa puerta, me encuentro paralizada en un lugar que hacía tiempo que quería visitar, uno de los pueblos más castigados de la Guerra Civil española. Un escalofrío recorre mi cuerpo al recordar que, 76 años antes, aquí mismo había tenido lugar una dura batalla que causó 6.000 bajas entre muertos y heridos.


Entre el 24 de agosto y el 6 de septiembre de 1937, el pueblo aragonés de Belchite quedó atrapado en una de las ofensivas republicanas más importantes hasta el momento. La localidad de aproximadamente 5.000 habitantes fue el escenario elegido para lograr el objetivo principal: la conquista de Zaragoza.


Bastaron catorce calurosos días para que la ofensiva fracasase y para que el pueblo quedara reducido a lo que hoy vemos, un gran revoltijo de escombros. Y allí, entre los escombros, yo misma puedo apreciar la extrema crueldad de aquella batalla. Recorriendo la calle principal, la Calle Mayor, incluso aparecen en mi mente miles de personas batiéndose unas a otras, a la vez que algunos cuerpos ya yacen sobre el asfalto. Parecía tan real… 


Poco o nada tiene que ver el pórtico con el resto del pueblo viejo. La entrada consiguió mantenerse en pie y está prácticamente intacta tras el paso del tiempo. Sin embargo, al caminar por la calle central, donde se encontraban las viviendas más ricas del pueblo, se observa que las fachadas de esos edificios apenas soportan el peso por el fuerte impacto que las balas y los artefactos causaron en ellas.


Conforme avanzo por las ruinas, un silencio sepulcral me acompaña por el camino. Es entonces cuando la guía que me conduce rompe ese silencio para contarme algunas de las curiosidades que ocurrieron en el pasado y otras que continúan sucediendo. Mientras me señala un edificio,  más bien lo poco que queda de él, explica: “En esta casa vivían dos señoras, Paulina y Antonia. Justo en ese momento de la batalla, estas dos señoras están tranquilas en su casa, pero de repente les cae un proyectil y ambas fallecen al instante”. Algo que, por lo que me cuenta la guía Nati, ocurría frecuentemente durante aquellos días.


La calle principal es bastante larga y los escombros se extienden a ambos lados por buena parte de la superficie. Casas completamente destruidas, con muros caídos, sin puertas, con cascotes saliendo de ellas casi interponiéndose en nuestro camino. Como si semejante atrocidad hubiese ocurrido ayer y no 76 años atrás. 

Continuamos andando y me topo con una X en el camino. Una X que “simboliza el dolor de un padre, ya que señala el punto exacto donde una niña de 15 años muere tras recibir un disparo de un soldado”, cuenta Nati. 

En aquella época, cualquier edifico se habilita como hospital, o incluso como cementerio. Los cadáveres se acumulaban, se descomponían debido al calor y por esta razón se habilitó una fosa común, un trujal, similar a un pozo de unos cuatro metros que se usa para almacenar aceite. El trujal que vemos pertenecía a una señora y en él se enterraron entre ochenta y noventa cuerpos. 


"Los cadáveres estaban irreconocibles y se decidió dejarlos en esta fosa. El monumento que vemos se inaugura ya en 1970 cuando viene el entonces príncipe de España, el actual rey Juan Carlos”, manifiesta Nati, quien añade que, unos días antes del Pilar del año pasado, unos fascistas visitan el pueblo viejo y destrozan la placa de la fosa a martillazos.




Una vez recorrida la calle principal y tras pasar por otras calles más estrechas, llegamos a una plaza y aparecen a lo lejos las maravillosas iglesias de San Martín y de San Agustín, además de la Torre del Reloj. Una torre de gran altura que permanece como una de las construcciones menos perjudicadas.  

Al llegar a la Iglesia de San Martín, una frase escrita en la puerta firmada por un tal NB dice “pueblo viejo de Belchite, ya no te rondan zagales, ya no se oirán las jotas que cantaban nuestros padres”. Al cruzar esa puerta, la impresión es mayor al apreciar los impactos de los proyectiles por todo su interior. Además, en alguna de sus paredes, se puede distinguir el color azul que predominaba en el pueblo viejo durante aquella época. 

A la izquierda, y desde el interior de la Iglesia, se ve el convento de San Rafael, del cual solo queda la fachada principal que, además, es sostenida por gruesas maderas. Me dirijo como último lugar a la Iglesia de San Agustín, en la que se hace un agujero para entrar a tomar el pueblo.
En el alto campanario todavía queda un proyectil que no explotó, como si de una botella incrustada se tratase. Aunque también se puede ver el impacto de otros proyectiles que sí estallaron. Un edificio muy dañado, del cual solo persiste la torre y una cúpula bastante perjudicada, con un interior devastador que nos permite conocer en mayor medida el terrible pasado que se vivió en esta población.


El esqueleto del pueblo viejo de Belchite es, sin duda, un sobrecogedor testimonio de las consecuencias de la Guerra Civil, la mejor muestra de lo que fue aquella batalla. Sin embargo, me gustaría charlar con alguien que sufriera en primera persona semejante acontecimiento histórico. De aquellos que lucharon ya no hay supervivientes, pero sí de aquellos que vivieron la batalla. En aquel entonces eran niños que hoy en día todavía no han podido olvidar esos duros momentos.  

Para ello, conmovida por la situación, abandono el pueblo viejo y me acerco al pueblo nuevo de Belchite en busca de esos ancianos. Apenas había gente por las calles, pero con suerte, y tras preguntar a un par de personas, me encuentro con Julián, de 87 años.

“Yo tan solo tenía 11 años, pero el sufrimiento y el dolor de esos días es difícil de olvidar y duro de recordar”, explica Julián, quien perdió a su tío en la batalla. “Fue algo horrible. Como mi padre decía: La sinrazón y la muerte solo conducen al dolor y a la destrucción. Nosotros sufrimos mucho”, desvela el anciano.

Muchas son las leyendas que cuentan que los protagonistas fallecidos todavía pasean por sus calles. Leyendas que han aumentado debido a la gran existencia de psicofonías que se han escuchado al dejar las grabadoras. Unas claras y otras no tan claras, pero Belchite es uno de los lugares en los que más psicofonías se han registrado.

“Se dice que en algunas de las psicofonías se oyen voces acompañadas de ruidos de aviones, de bombas, de disparos o de llantos. Cuesta identificarlo, pero sí es verdad que hemos escuchado cosas. Incluso se han roto cámaras al fotografiar las ruinas”, cuenta un vecino del pueblo llamado David. “Muchas historias serán falsas, pero está claro que algo hay”, añade.

No solo se habla de psicofonías, sino también de sombras que aparecen en fotos o de campanas que vuelven a sonar tras años de su desaparición. Curiosamente, al llegar al pueblo viejo para comenzar la visita, una campana sonó… ¿sería el niño juguetón, que se comenta que suele asomarse en lo más alto del campanario, quien las tocó?

Prefiero no darle más vueltas y concluir mi paso por Belchite. Eso sí, me marcho con una escalofriante sensación tras haber conocido de cerca los horrores de la guerra, sus consecuencias más directas y el dolor percibido entre sus escombros. 


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